viernes, 8 de enero de 2016

Allá en Europa nos sacan mucha ventaja






Cuando todavía queda bastante sol la gallega del GPS anuncia que a 100 metros mi destino estará a la derecha. En un poco más de una hora pedaleé 19 kilómetros y medio, un promedio tan triste que en un rato, cuando me pregunten cuánto tardé, lo voy a bajar un cacho. Felipe tarda en abrirme y el perro de la casa, negro y malísimo, detrás de la reja como un toro sagrado, amenaza con terminar conmigo ni bien le abran la maldita puerta. Por suerte mi amigo abre por el garaje. Estamos en una casa prestada, unos parientes suyos se fueron de vacaciones y lo dejaron a Felipe de casero. Más tarde me voy a enterar que desde ayer que no alimentan a ese perro, y que incluso le dejaron una jeringa a mi amigo para enchufarle unos remedios pero que no la encuentra por ningún lado. Ese perro, a esta hora, seguramente esté muerto.

Los créditos iniciales: en el patio, tomando latas de cerveza: el Willi Fontan, acaso el ser más noble que camina por este planeta, y una morocha de grandes paletas que nunca había visto. Me siento con ellos, fundido. Pronto me entero que ella es Noelia, que vive en Villa Adelina y estudia hotelería con Felipe. Yo trato de ser lúcido y gracioso al mismo tiempo, de impresionarla por todos los flancos. En un momento ella se va pero a los diez minutos toca timbre. Simplemente fue a comprarle porro a un amigo. Después arma, fuma y lo pasa, pero de pronto la asalta una tos poderosa. Noelía trata de disimular pero es prácticamente imposible, y se nota que le da mucha vergüenza. Son picantes, dice Willi, tratando de ponerle un paño frío a la situación. Los ataques de tos, cuando empiezan, solo tienden a empeorar, y este viene siendo el caso. Así que Noelia finalmente se levanta, pide disculpas, no sé porqué se hace tanto rollo, puede escupir sus pulmones acá nomás que a mí me va a seguir cayendo bien. Así y todo me conmueve mucho, esas actitudes despiertan sentimientos buenos en mí. Quiero abrazarla.

Después se va, Noelia, y yo me la imagino subiendo a un colectivo fumadísima, con auriculares, de buen humor ¡Adios, Noelia, buen viaje!

Ya adivino que lo que viene será una de esas noches que voy a atesorar para siempre. Tengo varias noches así, donde en los papeles no ocurre nada relevante pero que internamente uno emprende un viaje tan fascinante que hasta las piedras cobran vida. Además se estaban guardando lo mejor para más tarde, porque de golpe suena el timbre y se anuncia El Polaco. -¡Yo le abro!- exlcamo, asustado de mi propio grito. No lo veo hace veinte días, que para la frecuencia con que nos tratamos es un abismo. Cuando abro la puerta del garaje, otra escena conmovedora: lo agarro justo al Polaco pegándole un coscorrón al perro negro y al perro mordiéndole la rueda de la bici al Polaco a través de los barrotes ¡Se están peleando! Casi que los tengo que separar y el Polaco, aunque no lo dice literalmente, se queja porque piensa que el perro la empezó.

Tengo otro chiste con perros: más tarde -todavía queda un pelo de luz- salimos con el Polaco a comprar más cervezas. Nos dijeron dónde quedaba el chino pero ya nos olvidamos. Enero en Buenos Aires es una de zombies, uno puede caminar cien cuadras sin cruzarse con humanos, así que seguimos dando vueltas a ciegas. Estamos entretenidos porque el Polaco me está contando su primera y última experiencia con el ácido, en Año Nuevo. El relato oral del Polaco es siempre impecable, pero rescato aquí la única frase que me acuerdo ahora:

Tincho, quedé mano a mano con Dios…se la puse al segundo palo.

Pero después se torna rara la cosa, porque en lo mejor del relato un perro empieza a ladrar, y se le suma otro, y otro, todos detrás de sus respectivas rejas, pero ahí aparece uno suelto, se pelea con uno preso, y ahora los ladridos lo invaden todo, se armó un quilombo bárbaro y sin que los humanos tengan nada que ver, el Polaco no lo puede creer, parece una de esas películas raras que ves vos, me dice, y tiene razón, yo estaba pensando lo mismo.

Cuando volvemos Felipe está marchando un asado como cualquier otro pero que pasará a la historia solamente por las mollejas. Las asó embarradas en una honey dijon SOZ que antes me hizo catar a ciegas. Probé y dije: honey dijon SOZ. Sé mucho de adherezos, sé más de adherezos importados. Sé mucho de cosas que a nadie le importa y que no sirven para nada, como adherezos, o tipografías. En fin.

Un rato después Felipe abandona y termina dormido en un sillón, adentro. Solo quedamos el Polaco, Willi y yo escuchando música al voleo. En un momento suena Lunes a la madrugada y siento como si cada acorde me hiciera cosquillas al alma. Debo haber quedado tonto con esas mollejas, porque ahora lo agarro a Willi de la cara y le digo, muy serio, que vuelva a poner esa canción cuando termine.

¡Más alla de toda pena, siento que la vida es buena!, cantábamos a dúo con Willi, y mentiría si digo que no estábamos de buen humor. Fue el Polaco el que tuvo la idea de ir a un after office en el hipódromo, y al unísono dijimos: ¡claro! El Polaco y yo estábamos con la bici y el Willi se había venido en una Guerrero sin papeles y medio floja de escape, así que el transporte no era un problema, pero sí la camisa. Resulta que ahora, en la mayoría de los bares y boliches, tenés que caer de camisa. El Polaco insistía pero el gorila que hacía las veces de patovica no se le movía ni un músculo de la cara cada vez que decía: No. Willi se fue a la casa. Ya nos íbamos con las bicis pero en un momento, donde había que seguir, el Polaco dobló y de golpe -un golpe que remataría una noche perfecta de verano- estábamos en la mismísima pista del Hipódromo de San Isidro, pedaleando, flotando, volando, escupiendo fuego de nuestras bicicletas. Van a pensar que miento o exagero, pero todo ocurrió tal cual lo cuento: dejamos las bicis escondidas en una boca del estadio, por donde seguramente salen los mejores caballos nacionales cada fin de semana, y nos colamos adentro. En la barra entablé conversación con una rubia que había perdido el ticket de su trago y que luego encontró gracias a mí, y un rato después, cuando lo creí oportuno, no sin orgullo, dije: tengo dos bicis acá a menos de cincuenta metros, si vos querés podemos ir a dar unas vueltas por la cancha. Pero no quiso.

Solo voy a los boliches para cerciorarme de que todavía encajo, de que a nadie le parece muy extraño u ofensivo que yo esté ahí, pasando el rato como cualquier otro. El entusiasmo me dura quince minutos, así que a los veinte ya me estoy subiendo a la bici. Tengo un eterno viaje de regreso, 19 kilómetros y medio y la desazón de que la noche ya terminó. Mi teléfono anuncia las dos de la mañana y un mensaje de Malena, después de varios meses, que contiene solo tres palabras: ¿Qué hacés, nene?

Ya encontré mi motivación para pedalear y llegar con vida a la Capital Federal.

A Malena la conocí en un hostel de Paris, hace dos veranos. Me acuerdo que bajé al bar del lugar después de dejar las mochilas en la habitación y ella estaba sentada en una mesa oscura junto a su hermana mayor. ¿Cómo describirla? Es de esas personas que la luz nunca le da de lleno. Siempre la piel pálida y fría como un cadáver bien maquillado, pero hermosa, y una voz androide, una voz imposible de reproducir por cualquiera de nosotros. Me senté en otra mesa con mi hermano y un brie que habíamos comprado en el supermercado, y le jugaba a sostener la mirada, pero ella parecía cansada y sobre todo muy aburrida. Más tarde salí a fumar y unos minutos después cayó. Parecía como si el Capitán Frío hubiera pasado por la cuadra hace unos segundos, había escarcha por todos lados. Hasta las ideas se me congelaban y no podía sacar tema. Finalmente carburé. Era de Castelar. Cuando me dijo que tenía 16 años yo ya venía demasiado embalado.

Más tarde nos proponíamos con mi hermano y unos amigos salir a un bar que nos habían recomendado. La hermana de Malena vino y me dijo que se sentía mal, que si podía hacerme cargo de su hermanita, por si no la dejaban pasar y eso. Acepté. Rápidamente me estaría cuidando Malena a mí, pero eso no tiene importancia.

Voy a adelantar un poco. La última noche de Paris, en un boliche donde bailaban minas en tanga sobre unas tarimas, Malena estaba charlando con un inglés y la fui a sacar. Eso fue demasiado para ella. –Quién carajo te creés que sos, flaco- hablaba muy en serio. Ambos estábamos de novios allá en la República Argentina. Al inglés tampoco le gustó mucho, se quedó pensando. Más tarde vino a preguntarme si era mi novia, le dije que sí y me pidió disculpas. Después lo vi hablándole a Malena al oído y supuse que le estaría haciendo la misma pregunta. Efectivamente. Vino entonces acompañado de dos amigos y me pidieron que me vaya del boliche. Allá en Europa son muy educados.

Al día siguiente ya habíamos coordinado con Malena que iríamos a una muestra de música punk, en las afueras de Paris. A la tarde ella se volvía a Buenos Aires. Bajé al bar del hostel a la hora que habíamos pactado, tempranísimo, sin ninguna esperanza de encontrarla, pero allí estaba, en su mesa habitual, a oscuras, tomando un café con leche y todavía maquillada del día anterior. Tenía un sweater blanco y negro, de lana, muy gastado. Yo no entendía porque aceptaba hacer programas conmigo si me odiaba. Salimos a la calle y me pidió que le sacara una foto en unas escaleras dónde grabaron una escena famosa de Medianoche en París. Varias veces me pidió que le sacara fotos, siempre ella sola. En el subte íbamos enfrentados, yo leyendo en Wikipedia la historia de los Sex Pistols, porque le había dicho que era fanático y la realidad es que no conocía ni una estrofa, si es que los Sex Pistols tienen estrofas. Yo me jactaba de cualquier cosa con tal de pasar el rato con ella. En un momento dijo: -Me gusta tu hermano, es bueno, bueno bueno, deberías ser como él-. Con 16 años entendía todo o casi todo. Sin embargo sentí que debía defenderme.

-Malena, mi hermano es tan bueno que nunca se metería con vos- le dije, y era verdad. Yo nunca lo vi a mi hermano cometer un delito.

Deberían haberme visto en ese museo de cuarta que quedaba lejísimos de la ciudad, poniéndome auriculares para mirar en unas teles diminutas unos recitales horrendos de los Pistols, mechados con entrevistas sin subtítulos, y así durante toda la mañana. Ella deliraba. Había una máquina inmensa para hacer tu propio pin. Allá en Europa nos sacan mucha ventaja. Así que diseñamos nuestros pines y después yo le compre el suyo a Malena, por dos euros. El mío ni lo imprimí ¡Vaya historia de amor! Pero algún otro día la voy a contar completa.

Repaso todos estos hechos mientras pedaleo de vuelta a mi casa, 19 kilómetros y medio con dos paradas en estaciones de servicio a tomar café, pepsi y un helado. En los semáforos agarro el celular para contestarle. Ella todo el tiempo me dice “nene”, tal vez eso la haga sentir más grande. Cuando me dice que se quedó en Buenos Aires le digo: qué bueno que estamos sufriendo lo mismo. -¿Lo decís porque volvió la derecha?- me escribe. Es muy kirchnerista, va a las plazas y eso. Yo una vez le traté de explicar que le estaban robando los mejores años de su vida, pero no me dio bola.

Malena no sospecha bien todo lo que ella me gusta. Tampoco sabe que un mensaje suyo, así nomás, poniéndome qué hacés nene, representa para mí una tremenda sacudida, como esos pelotazos que uno se ligaba en los recreos del colegio, cuando se jugaban mil partidos a la vez, pero que parecían venir de otra galaxia. Hace dos años que cada tanto le pregunto cuántos años tiene y siempre me dice 16, ya parece mentira. En fin, por lo menos le alcanzó para votar a los kirchneristas. Bien por ella.