jueves, 5 de noviembre de 2015

El fiscal Nisman ha muerto






Soñé que seducía a Barbie, su hermana menor. Que empezábamos una relación secreta y que yo volvía a pisar la casa de Julia pero esta vez para verla a Barbie. Julia no estaba, era un domingo de elecciones. Yo le había comprado tres libros en el camino a Barbie y cuando se los entregué les dio una mirada desinteresada y los dejó por ahí. Más tarde, ya despierto, se me ocurrió un paralelismo entre los libros y una caja de preservativos. A quién vas a votar, le preguntaba en otro momento del sueño, y ella me decía que no votaba porque había nacido en Italia y nunca se había nacionalizado. En la última escena del sueño vuelvo caminando y paso, sin querer, por la escuela donde suele votar Julia. Casi inconscientemente me acerco a las listas del padrón y busco su apellido. Aparece el nombre de sus padres, el de su hermano mayor, el de Julia, pero no el de Barbie. Tuve que verlo sobre un papel para entender y darme cuenta de la trampa: en realidad Barbie no había nacido en Italia, porque Barbie no existía, porque Julia nunca tuvo hermanas.

Como siempre que sueño con Julia o algo relacionado a Julia, me despierto 5 a 0 abajo. Ahora, mientras fondeo un toddy de parado en la cocina, arranco con un cuestionario demoledor: ¿Porqué, sobre el final del sueño, decidí que Barbie no existía?¿Porqué soñé con Barbie si, salvo esa primera vez, que todavía no había conocido a Julia, nunca me había vuelto a fijar en ella?¿Si lo sueño es por algo?¿Hay un pedazo de mí que todavía quiere volver con Julia y que hasta estaría dispuesto a meterse con su hermana para conseguirlo?

A Barbie la conocí un enero en Mar del Plata, unos días antes que su hermana. En realidad, Julia estuvo esa noche pero a los cinco minutos se levantó y se fue a dormir. Lo único que me acuerdo de ella esa noche es que llevaba una trenza rubia que le atravesaba toda la espalda, algo que después me negó cuando empezamos a salir, porque, decía, nunca en su vida se había hecho una trenza. En ese momento debí asumir, internamente, que las alucinaciones habían vuelto. Pero no dije nada.

Todo transcurre en la casa que había alquilado un grupo de amigas de las cuales una estaba saliendo con el Cuqui, un amigo mío. Avanzada esa noche terminé sentado al lado de Barbie, en el quincho de la casa. Era tan simpática que lo llevaba a uno a desconfiar. Yo había tomado mucho y estaba con hipo. Barbie dijo que tenía una manera letal de quitarlo: debía aguantarme la respiración mientras ella me iba arremangando la camisa de a tramos en un brazo. El truco no funcionó. Más allá de eso, yo estaba exaltado, y sentía que las lámparas y los focos iluminaban tanto que explotarían de un momento a otro. La gente gritaba demasiado y cantaba desafinada. Le empecé a hablar a Barbie cada vez más cerca de su cara, hasta que sonó mi celular. Llamaban de Buenos Aires, del trabajo, y la voz del otro lado dijo: lo mataron al fiscal Nisman.

Que agarrase mi computadora urgente porque me tenían que pedir un par de cosas. Le pedí las llaves del auto a Cuqui y apunté el GPS para nuestra casa de Punta Mogotes. A las dos cuadras frené porque me di cuenta que mi estado me impedía manejar. Intenté concentrarme, mirar un punto fijo, una luz, mirarla hasta que dejara de verse borrosa. Me cachetié una y otra vez, con drive, de revés, a veces cerrando un poco la mano. Bajé del auto y respiré profundo varias veces, por suerte hacía un frío siberiano y eso me iba devolviendo a la realidad. Divisé un kiosco que fue como un oasis. Compré un agua y me tomé la mitad para tirarme la otra mitad en la nuca. Me sentí mejor y volví a arrancar el auto. La calle, la gente, el movimiento, todo estaba igual que siempre. Pasando el puente que une Mar del Plata con Punta Mogotes se me apareció un puesto policial y un cana parado me hizo señas para que me detenga. Pensé. No tengo el registro, estoy en un auto prestado y si soplo el pituto de alcoholemia lo hago volar por los aires. Aceleré a fondo y seguí. Por el espejo pude ver que el cana, descolocado, me seguía haciendo señas. Ya me veía envuelto en una persecución histórica, con helicópteros y la CNN, pero el país, a esta altura, ya estaba totalmente podrido, por dentro y por fuera, así que nadie me siguió y estacioné despacio y en varios maniobras sobre la cuadra de la casa. Un cartel gigante, intermitente y de neón, se había encendido en el centro de la mente: el fiscal Nisman ha muerto.

Como decía, a Julia la conocí varios días después, una noche que arreglamos otra juntada en esa casa. Tal cual ocurrió con su hermana, en un momento quedé mano a mano en el quincho. Con mis amigos habíamos tomado el primer caipiroshka después de almorzar, estábamos zarpados. Muy a destiempo, le dije a Julia que era linda, que estaba realmente bien, y acto seguido agarró su vaso y sin mirarme se fue a la otra punta de la mesa, donde un grupo jugaba a algo con vasos y dados. Más tarde, en el boliche que está sobre el mar, yo daba vueltas solo y aburridísimo. Mis zapatillas eran dos volquetes de arena, algo que le suele pasar a los grandes perdedores de este mundo. En eso, alguien tomó mi mano y me llevó detrás de un parlante inmenso. No tenías que decirme eso, empezó a decir Julia, no tenés que decirme que soy linda, por favor prometeme que nunca más me vas a decir eso. Estaba un poco loca y me gustaba.

La relación duraría un trimestre, aunque ahora, mientras ella aceptaba el beso amargo por el vodka y el tabaco, mientras apoyaba su espalda sobre el parlante inmenso del boliche, mientras el sol asomaba por el atlántico y las parejas de esa noche empezaban a poblar las orillas sucias y ventosas de la costa argentina para charlar un rato más, el cádaver del fiscal Nisman comenzaba el proceso irreversible de la descomposición.