En una habitación a media luz le relatás a tu psicólogo los
recuerdos más retro de tu memoria y no te suena insólito, soltar flashes
tergiversados de tus días en el preescolar como si realmente hubieran ocurrido
así. Sobre el final de la sesión pronunciás el nombre de Daniela con todas las
letras, y entonces, aunque aclarás que no querés trabajar ese
tema allí, comenzás a hablar de ella con el terror en la voz, comiendo el alfajor por los
bordes hasta dejar la parte con más dulce de leche para lo último: que en el fondo la extrañás.
Ya sabés que cuando salgas vas a bajar los ocho pisos por la escalera, manijeado por una energía tramposa que el psicólogo te inyectará sobre el final de la sesión con una devolución a todo trapo. La terapia fue el mejor cuento que escribiste en tu vida, fue un sueño hermoso aunque ya no tenés dinero para seguir yendo, de modo que mientras volvés a tu casa comenzás a planear cómo disculparte con tu psicólogo por las molestias.
Ya sabés que cuando salgas vas a bajar los ocho pisos por la escalera, manijeado por una energía tramposa que el psicólogo te inyectará sobre el final de la sesión con una devolución a todo trapo. La terapia fue el mejor cuento que escribiste en tu vida, fue un sueño hermoso aunque ya no tenés dinero para seguir yendo, de modo que mientras volvés a tu casa comenzás a planear cómo disculparte con tu psicólogo por las molestias.
Pasan unos días en los que contestás mails como un autómata,
días en los que a todo dices que sí, como cantan los trovadores, como la idea
de pasar unos días en Carlos Casares para descansar, andar en bici e intentar
cazar pajaritos con una honda de cuero que te regalaron hace unos años en Santa
Lucía. Entonces te largás por la ruta de noche con el Cuqui de copiloto, ya
pactaron que cuando uno se canse del otro se lo avisará sin vueltas y seguirán
el viaje callados, pero nadie se cansa de nadie, simplemente no hay mucho tema
porque ya actualizaron todas las novedades en las últimas semanas, y pensás que
es mejor así, el silencio surfeando sobre el ronroneo del motor, y mientras van dejando atrás los álamos pixelados por la velocidad
y un cartel les avisa que faltan 10 km para Bragado, ponés un disco de Serrat y
cuando canta “tu nombre me sabe a hierba” no podés evitar el chiste de ¡está
hablando del faso!
El primero de marzo dejás de fumar y comenzás a sentirte
mejor. Desayunás huevos con jamón y un vaso de soda todas las mañanas y cuando
esperás el 37 para ir hasta Congreso preferís pararte en el pedazo de vereda
donde pega el sol. Las mujeres todavía no te miran y no lo van a hacer por un
tiempo porque todavía se puede ver la estela de zozobra que vas dejando a tu
paso; una estela corta, le contás al Cuqui por chat, una estela de un motor de
tres caballos pero que les alcanza a las minas para darse cuenta de que aún
tenés algunos temitas.
Las semanas transcurren parecidas bajo un cartel gigante que
se dibuja en el cielo de Buenos Aires: “no somos tan importantes”. Eso no te lo
enseñó tu psicólogo, lo aprendiste vos solo con el tiempo, dándote piñas con
paredes de concreto que no las viste venir. Sobre tu escritorio se acumulan
billetes de dos pesos y papeles sueltos de la facultad con los mails de los
profesores y anotaciones al margen. También aparece, en el rincón de una hoja,
el número de una compañera de Ramos que sabe tocar el violoncelo, o al menos
eso fue lo que aseguró mientras mataban los diez minutos de recreo en la esquina de Lavalle y Junin.
Ya te olvidaste el nombre porque tiene novio, pero es linda y los anteojos de
marco grueso le inventan unos ojos inmensos como los dibujitos de Disney.
A la noche lees poco, apenas una página o dos antes de caer
en un sueño pesado que te pasea por los pasillos más turbios de tu conciencia.
Un
viernes vas a un asado y tenés la sensación de que tus amigos hablan en un
código indescifrable. Hay un promedio que ya sacaste: cada una semana alguien
te pregunta por qué no tenés facebook, pero recién ahora, después de comer,
apartado en una reposera y recordando
una letra de Serú Girán, crees haber encontrado la respuesta: porque no sos
parte del mar.
Cuando llegás a tu casa redactás un mail para tu psicólogo agradeciéndole
por el mes de terapia pero lo guardás como borrador. Pensás que valió la pena, cuatro sesiones en donde
largaste todo lo acumulado en 22 años, como esa escena de Semi Pro en donde
Will Ferrel le confiesa a Woody Harrelson que nunca vomitó en su vida y éste lo
hace correr alrededor de una cancha de básquet durante horas y horas hasta que finalmente se produce el Gran
Quiebre de Will.
Ahora lo que querés es empezar a boxear, que un entrenador
de barrio te humille al extremo, te diga que vos estás para otra cosa, pibe,
pero igual seguir yendo todas las semanas hasta que dé el brazo a torcer y se
decida a entrenarte. Eso lo sacaste de otra película, seguro.
Pero lo que realmente querés es que te caguen a trompadas de una vez por todas.