domingo, 2 de marzo de 2014

Vestigio de un corte



En una habitación a media luz le relatás a tu psicólogo los recuerdos más retro de tu memoria y no te suena insólito, soltar flashes tergiversados de tus días en el preescolar como si realmente hubieran ocurrido así. Sobre el final de la sesión pronunciás el nombre de Daniela con todas las letras, y entonces, aunque aclarás que no querés trabajar ese tema allí, comenzás a hablar de ella con el terror en la voz, comiendo el alfajor por los bordes hasta dejar la parte con más dulce de leche para lo último: que en el fondo la extrañás.

Ya sabés que cuando salgas vas a bajar los ocho pisos por la escalera, manijeado por una energía tramposa que el psicólogo te inyectará sobre el final de la sesión con una devolución a todo trapo. La terapia fue el mejor cuento que escribiste en tu vida, fue un sueño hermoso aunque ya no tenés dinero para seguir yendo, de modo que mientras volvés a tu casa comenzás a planear cómo disculparte con tu psicólogo por las molestias.

Pasan unos días en los que contestás mails como un autómata, días en los que a todo dices que sí, como cantan los trovadores, como la idea de pasar unos días en Carlos Casares para descansar, andar en bici e intentar cazar pajaritos con una honda de cuero que te regalaron hace unos años en Santa Lucía. Entonces te largás por la ruta de noche con el Cuqui de copiloto, ya pactaron que cuando uno se canse del otro se lo avisará sin vueltas y seguirán el viaje callados, pero nadie se cansa de nadie, simplemente no hay mucho tema porque ya actualizaron todas las novedades en las últimas semanas, y pensás que es mejor así, el silencio surfeando sobre el ronroneo del motor, y mientras van dejando atrás los álamos pixelados por la velocidad y un cartel les avisa que faltan 10 km para Bragado, ponés un disco de Serrat y cuando canta “tu nombre me sabe a hierba” no podés evitar el chiste de ¡está hablando del faso!

El primero de marzo dejás de fumar y comenzás a sentirte mejor. Desayunás huevos con jamón y un vaso de soda todas las mañanas y cuando esperás el 37 para ir hasta Congreso preferís pararte en el pedazo de vereda donde pega el sol. Las mujeres todavía no te miran y no lo van a hacer por un tiempo porque todavía se puede ver la estela de zozobra que vas dejando a tu paso; una estela corta, le contás al Cuqui por chat, una estela de un motor de tres caballos pero que les alcanza a las minas para darse cuenta de que aún tenés algunos temitas.

Las semanas transcurren parecidas bajo un cartel gigante que se dibuja en el cielo de Buenos Aires: “no somos tan importantes”. Eso no te lo enseñó tu psicólogo, lo aprendiste vos solo con el tiempo, dándote piñas con paredes de concreto que no las viste venir. Sobre tu escritorio se acumulan billetes de dos pesos y papeles sueltos de la facultad con los mails de los profesores y anotaciones al margen. También aparece, en el rincón de una hoja, el número de una compañera de Ramos que sabe tocar el violoncelo, o al menos eso fue lo que aseguró mientras mataban los diez minutos de recreo en la esquina de Lavalle y Junin. Ya te olvidaste el nombre porque tiene novio, pero es linda y los anteojos de marco grueso le inventan unos ojos inmensos como los dibujitos de Disney.

A la noche lees poco, apenas una página o dos antes de caer en un sueño pesado que te pasea por los pasillos más turbios de tu conciencia. 

Un viernes vas a un asado y tenés la sensación de que tus amigos hablan en un código indescifrable. Hay un promedio que ya sacaste: cada una semana alguien te pregunta por qué no tenés facebook, pero recién ahora, después de comer, apartado en una reposera y  recordando una letra de Serú Girán, crees haber encontrado la respuesta: porque no sos parte del mar.

Cuando llegás a tu casa redactás un mail para tu psicólogo agradeciéndole por el mes de terapia pero lo guardás como borrador. Pensás que valió la pena, cuatro sesiones en donde largaste todo lo acumulado en 22 años, como esa escena de Semi Pro en donde Will Ferrel le confiesa a Woody Harrelson que nunca vomitó en su vida y éste lo hace correr alrededor de una cancha de básquet durante horas y horas hasta que finalmente se produce el Gran Quiebre de Will.

Ahora lo que querés es empezar a boxear, que un entrenador de barrio te humille al extremo, te diga que vos estás para otra cosa, pibe, pero igual seguir yendo todas las semanas hasta que dé el brazo a torcer y se decida a entrenarte. Eso lo sacaste de otra película, seguro.

Pero lo que realmente querés es que te caguen a trompadas de una vez por todas.