Desde que volví al caldo de Buenos Aires tanteo mucho por
whatsapp, escupo telarañas que por el momento se deshacen en el aire porque
como siempre sostuve, los mensajes del amor patinan mejor sobre el frío de
los inviernos. La gente en febrero anda muy ensimismada y yo me quedo afuera
porque ese proceso ya lo hice, ahora quiero salir a la cancha y saludar a mi
gente.
Esta mañana vino Alejo a tomar el desayuno. Cayó con unos
sándwiches de miga malísimos porque eran de morrón y huevo y dijo que en la
panadería se le nubló la mente y pidió cualquier cosa, suele pasar, antes,
cuando iba al cine, para calmar la ansiedad, compraba esas gomitas surtidas y
carísimas que venden al lado del pochoclo y después ni las tocaba porque son
incomibles. Ahora dejé el azúcar. Y el alcohol, y la Coca. También dejé el pan
y y el frito. Como contrapeso fumo más que nunca, empecé con algo
temible que es fumar dos seguidos, prender el segundo con la última brasa del
primero. En la escala de Roma-Buenos Aires estuve tres horas varado en el
aeropuerto de Madrid y como caí directamente en la zona de embarque no podía
fumar en ningún lado. Terminé en el baño, una imagen tristísima, arrodillado
sobre el inodoro como si estuviera por vomitar pero en vez de eso largaba todo
el humo de cada pitada y tiraba la cadena varias veces para que no sonara la
alarma de incendio. Cuando salí del cubículo hice algo que voy a adoptar para
toda mi vida: un tipo que estaba atrás mío me llamó, disculpe
caballero, y no me dí vuelta, caballero disculpe, pero seguí caminando hasta mi
puerta de embarque donde había dejado la valija.
Entonces entendí que ya no tengo que darme vuelta para nada.
Ahora escucho a Larralde all day long, sólo al barba y también un poco a
Zitarrosa, y no me surge girar la cabeza porque todas mis ex nunca quisieron
escucharlos conmigo. Y porque hablan del hombre, del campo, del alma…no se pajean
con tanta melancolía.
¿Existirá un título más hermoso para una canción que Porque
aprendí a florecer? “Porque aprendí a
florecer me duelen tantas heladas”. Larralde te liquida.
Pero no voy a dejar de fumar. Como leí una vez en otro aeropuerto, los cigarrillos son los signos de puntuación de la vida. Así
de necesarios. Esta mañana intercalamos varios con el café negro mientras Alejo
me contaba que en enero acabó una noche con una flaca en el balcón de su casa y “de
golpe a la mina se le vencieron las rodillas”, se desmayó por completo, la tuvo
que entrar a upa como un bombero y la acostó en su cama, y la historia
terminaba super bien y yo anotaba todo mentalmente para incluirlo en el cuento
que estoy escribiendo sobre él y que tengo estancado hace ya año y medio. De
fondo caía un diluvio parejo, una cortina gris que tapaba por completo los
edificios del otro lado del pulmón. Yo me sentía bien y Alejo estaba asombrado
de que me hubiera levantado a las ocho. Cambié mis horarios, le expliqué, y me
dijo que era imposible cambiar algo que nunca se tuvo. Me reí, tenía razón.
Después están los mareos, las historias patéticas e
inverosímiles y las resacas potenciadas por el tabaco. En el aeropuerto de
Fiumicino me metí en una de esas salas para fumadores. Era un lugar pequeño,
herméticamente cerrado y casi no se podía respirar. En el medio del cuarto,
como si estuviéramos en una de esas películas que pasan por Isat a la
medianoche, había un tacho de aluminio que largaba humo (¿de tabaco?) hacia
todas las direcciones. Pensé que podría ser el tótem de los fumadores. Y la pared del fondo era un gran ventanal que daba al despegue de los
aviones y al cielo nublado de Roma. Entonces nos íbamos parando en hilera de cara al
ventanal, todos los fracasados de este mundo, inhalando mercurio y tolueno y
arsénico, prestándonos fuego, y mirando al cielo: César, los que vamos a morir
te saludan.