martes, 18 de diciembre de 2012
Carlos Bianchi returns
Hace unos días inventé una rama nueva del budismo zen. Cuando la estantería del bocho se me está a punto de venir encima, ahora no tengo más que abstraerme y empezar, Bianchi, Bianchi, Carlos Bianchi, Virrey, Bianqui, y así hasta entrar en órbita de nuevo. Yo no entiendo a la gente que cuestiona los fanatismos del pueblo ¿en qué país viven? ¿no se dan cuenta que todo, constantemente, está a punto de irse a la mierda? ¿no se dan cuenta que si no nos agarramos de Bianchi, de una camiseta, de un enganche melancólico, vamos directo al Borda?
Mientras lavo los platos hago el Om y pienso en Bianchi. Un señor culto y millonario que vive en la calle Ocampo y que, todavía, aunque muy de vez en cuando, le hace el amor a Margarita ¿Para qué volvés, entonces, Carlos? ¿Vas a morir por nosotros como Cristo en la cruz? La espuma corre por la cerámica de los platos y lo veo a Bianchi en el café del Malba, temprano, hojeando La Nación detrás de sus anteojos gruesos y llamando a los mozos por su nombre, esos mozos que lo quieren sobre todo por las propinas generosas.
Mariano Closs se transformó en mi guía espiritual, el único que me hace pensar en este fin de año en donde los que triunfan son los giles. Closs es sin duda uno de ellos, y sin embargo, todos los días a las seis de la tarde, prendo la radio como una jubilada aburrida para escuchar su programa. El otro día intentó explicar las razones de la vuelta del Virrey, pero sin darse cuenta fue un poco más allá. “¿Qué le queda a un hombre que lo ha tenido todo en la vida?”, preguntaba Marianito con un tono infumable. Yo me fui adentrando en ese pasillo de filosofía de lata y llegué a la conclusión contraria ¿Por qué no arriesgar si la vida no son más que minutos, segundos que corren y desaparecen? Yo no tengo 63 años, pero no debe ser fácil llevarlos. Tampoco debe ser fácil saber que uno, hasta el día que se muera, no tendrá que volver a preocuparse por la plata. ¿Porqué no divertirse, entonces?
A Bianchi le debe importar tres carajos los museos de la gloria y sus libros de lomo dorado. Bianchi es un tipo simple, de familia, un Homero Simpson inteligente. La mayoría dice que tiene mucho que perder. Yo no entiendo qué quieren decir con eso. Lo que realmente importa es lo que todavía no pasó, che, ese pedazo de tiempo que queda entre el ahora y nuestro game over, la cuenta regresiva que es como esos trenes con los frenos rotos que aparecen en las películas. Para el pasado hay cementerios de todo tipo, y fosas hondas como precipicios. Todo lo que cae ahí ya se perdió. Hace varios años, mientras Closs se ensañaba fajando a Brendita Bianchi, que andaba fulminada por la droga dura, Carlos, el padre, ganaba los campeonatos de fútbol que tarde o temprano todo el mundo olvidará ¿Mucho que perder? El Virrey debe poner una cara graciosa cuando le dicen esa frase.
En Gran Torino, Clint Eastwood protagoniza al viejo que ninguno de nosotros quiere ser cuando nos llegue el otoño. Un viejo solitario que espera a la muerte sentado, escupiendo en el porche de su vieja casa instalada en el corazón de un barrio chino. La película es excelente porque en el medio Clint cae en la cuenta de eso y empieza a buscar otro cierre para su vida. Entonces va a la Iglesia y se confiesa, por primera vez en su vida, de tres pecados. Esa es una de las mejores escenas que vi en el cine. También se hace amigo de Thao, un adolescente chino, y, aunque lo maltrata a cada rato (“en la guerra, a los chinitos como vos los apilábamos para hacer trincheras”, le dice), lo defiende de la mafia que lo quiere matar. El final, lo único cuestionable de la historia, sobre todo por lo forzado, lo muestra a Clint inmolándose para salvar a su nuevo amigo. Va a buscar a la pandilla al barrio donde viven y se hace coser a tiros para que los metan en la cárcel. Así como ocurre con Clint y Thao, a Bianchi no lo une ningún afecto con el pueblo bostero. De chico era de River y de grande se hizo de Vélez. Bianchi nos está usando para darle un último sentido a su vida, y sólo habrá que esperar un tiempito para que, al igual que Clint Eastwood, se vuelva completamente loco.