miércoles, 21 de noviembre de 2012
Acá me tenés verano
Sobre Sanchez de Bustamante y Cabrera, justo en la esquina, encontré el café de los dioses. Lo descubrí hace unos meses, dando vueltas por Palermo mientras buscaba el bunker ideal para refugiarme hasta que toda esta movida del verano pase de una vez.
La moza, una colombianaza de pelo muy negro que se la banca en todas las mesas, me trata de usted. A esta altura ya no me pregunta qué quiero ni me ofrece la carta, al rato de verme llegar se acerca con una lágrima en jarrito, dos medialunas de grasa y una botella de Pepsi helada, todo sobre una enorme bandeja plateada. -El desayuno de los campeones- me animé a decirle una vez, pero la colombianaza no se rió…creo que nunca vio la película. Al día siguiente volvimos al trato formal.
Yo creo que la rutina nos termina convirtiendo en seres silenciosos y automáticos. Esto último puede ser peligroso, pero en cuanto al silencio, me considero un acérrimo defensor. Una vez le escuché decir a alguien que para abandonar a una persona no hace falta comunicárselo, simplemente hay que dejar de hablarle, de un día para el otro, dejar de llamar, dejar de atenderle el teléfono y no salir de tu casa por nada en el mundo. Así hasta que el otro se canse. A mí me lo hicieron una vez y ni siquiera tuve que insistir, el mensaje me llegó clarísimo. De esa manera aprendí que el silencio es demoledor, un arma capaz de matar. Silvio Rodriguez habla, en una canción, del ángel del silencio, un ángel terrible, implacable, “el más feroz”.
Al verano le voy a ganar por cansancio. A veces, cuando estoy sentado en una de las mesas de afuera del café de los dioses, hago una pausa y miro alrededor, los árboles, los balcones, las mascotas encerradas en los balcones…entonces pienso, en silencio, acá me tenés, verano, choquemos guantes.
Los días de sol sin una nube, o el olor a crema protectora, o el ruido de los ventiladores girando…todo aquello me pone triste. Los que se bajan apenas el traje de baño y se señalan el contraste del color de piel para mostrarte que han tomado sol, uy, eso me llena de una profunda angustia. Una teoría: el invierno nos hace mejores personas. El frío aplasta el egoísmo, nos hermana, nos anestesia y entonces decimos a todo que sí. Los mensajes de texto del Amor viajan cuando la ciudad está congelada y en la tele no hay nada para ver.
Una vez, hace bastante, una novia me llevó a un café para darme de baja. Si existe el café de los dioses, éste era el café de las almas en pena. Corría febrero, moría el verano. Calor, mosquitos y una humedad que era como respirar algodón. Mi familia seguía de vacaciones y yo sentí que, dadas las circunstancias, no iba a poder instalarme solo en mi casa. Me fui a lo de mi cuñada, con bolso y todo. Éramos ella, mi hermano y yo en una casa inmensa y lujosa de San Isidro, de esas con un plasma de sesenta mil pulgadas en cada pared. Yo ya había visto casas parecidas en el programa de Hugh Hefner.
A la mañana siguiente del game over me levanté temprano, a eso de las diez. Mi hermano y mi cuñada todavía dormían. Salí al jardín y me senté en un sillón ultramoderno que había a la sombra. Después de un buen rato empecé a caminar alrededor de la pileta, en calzoncillos. El sol, cada vez más alto, me ensopaba la frente. Agarré un sacahojas y con mucha paciencia fui limpiando la pileta. Me sentía uno de esos tipos que van a aburrirse a los Gran Hermano. Cuando la pileta estuvo impecable, me saqué los calzoncillos y me tiré de bomba.
Nadé a toda velocidad, dos piletas, tres, cuatro, cinco, ni siquiera paraba a descansar, siete, ocho, diez, al verano hay que ganarle por cansancio, pensaba, y veinte, treinta, cuarenta, nadé sin parar hasta que se me acalamabró primero una pierna y después, mientras salía rengueando del agua, la otra. Me quedé postrado, desnudo al borde de la pileta. Hubiera sido gracioso observarme desde un avión.