I
Durante unas vacaciones en Bariloche me enteré que el ratón
Perez era un fraude. Ese verano habíamos alquilado una casa que a mí me gustaba
mucho porque se llamaba Konak. Que una casa tuviera nombre y que ese nombre
tuviera dos kas me causaba gracia. Una tarde en Konak se me cayó
uno de los últimos dientes de leche. Esa noche mi viejo me
llamó a su cuarto y me dijo que el señor Perez era él. El remitente de todas
las cartas que recibí durante mi infancia era falso, flor de noticia.
Finalmente, para levantarme un poco el ánimo, me extendió un billete
de diez, el doble de la suma que solía dejarme el rata de Perez. Sin embargo, para mí
era como si me estuvieran regalando un papel con la jeta de Belgrano impresa,
nada tenía sentido. La carta que ya tenía escrita y que pensaba dejarle debajo
de la almohada junto al diente la tuve que tirar.Anoche me levanté con mi pesadilla top: se me caían todos los dientes. Tratando de arrancarme un aparato que me había colocado el dentista y que me cubría todo el paladar yo hacía un movimiento brusco y de un saque se me caían todos los dientes de arriba sobre una mesa de madera. Cuando me despierto por esos sueños miro todas las cosas de mi cuarto hasta entender y reconocer todo. A veces me felicito por la veracidad de la historia, o por algún detalle minucioso que a mi subconsciente se le ocurrió incluir en la trama. Después me vuelvo a dormir.
Ese aparato en el paladar existió alguna vez. También fue real la escena de yo intentando arrancármelo porque me hacía hablar con la zeta. Fue una etapa ridícula de mi vida, a los trece o catorce años. Me habían puesto aparatos fijos y esa era la cruz que debía cargar todos los días. Porque yo, a esa edad, cuidaba mucho la imagen. Usaba anillos y cada tres o cuatro días me retocaba el pelo con una maquinita. Era un niño metrosexual, pero con las mujeres me iba mal, muy mal. Yo estaba seguro de que era por los aparatos, y soñaba con el día en que el Dr. Guardo, la persona más miserable que conocí en mi vida, me los arrancara con una pinza oxidada. Pero el Dr. Guardo, cada dos martes, lo único que decía al ver mi boca abierta era “qué mordida profunda tenés, che”. Andá a cagar, Guardo.
El aparato del paladar era siniestro. Me bloqueaba el paladar por completo y la comida, sobre todo la miga de los sándwiches, quedaba atascada ahí hasta pudrirse. Otra vez me dieron, para que usara durante las noches, un metal que se enganchaba a los brackets y que tenía una correa elástica que rodeaba la nuca. Era para abrir la mórdida, decía Guardo. Así como me lo dieron lo tiré en el fondo de un cajón del baño.
Un día me sacaron todos los fierros, pero con las mujeres me
siguió yendo mal. Me acuerdo de llorar por una, hecho una bolita sobre mi cama.
A los quince, una mina te puede pegar durísimo, ojo con eso.
II
Ahora ya no lloro más. La procesión va por dentro, y es una
lástima. Tampoco me mando cartas con mi viejo, ni aunque se esconda en un
ratón omnipresente que vive en una casa de calcio. Pero el otro día lo abracé. Fueron tres abrazos, uno por gol. Por primera vez habíamos ido a la
cancha él y yo, sin mi hermano, sin amigos, sin sobrinos: un verdadero programa
padre hijo. Durante el viaje de ida no hablamos demasiado, apenas algunos
comentarios aislados sobre el tráfico o el once inicial. Cuando llegamos a
nuestros asientos le dije que había un clima raro. Me preguntó porqué y no supe
contestarle. Dale Agustín, estudiás Letras, tenés que saber explicarte, me
dijo. Yo no entendía que la rareza no estaba en la gente sino en nosotros dos, solos,
compartiendo una tarde juntos después de años y años. En el festejo del primer gol lo
abracé y me sentí tan bien que volví a repetir el gesto en los dos goles
siguientes. El no me devolvía el abrazo, era como si simplemente lo aprobara.
Tal vez eso era lo que más me gustaba, que cada uno actuara como se le cantase.
Con el partido ya liquidado, la hinchada empezó uno de mis
cantitos preferidos. Yo canté con todas mis fuerzas, en cuero y sacando a
gritos toda la mierda que llevo adentro. Mi viejo, en cambio, se quedó en
silencio, parado, con la radio pegada al oído y los ojos apenas vidriosos.