
-“Riquelme me cagó… nos cagó a todos, che. Siempre dijo que era hincha de Boca pero esta vez se portó como el enemigo. Ya no es más mi ídolo, y si existiera un museo con todos los retratos de mis ídolos descolgaría el de Román ante las cámaras, como hizo Néstor con el cuadro de Videla” -le digo a un amigo por teléfono.
Aquel miércoles, cuando perdimos la Copa…la mañana del jueves me levanté temprano y me tomé un té en la cocina. El piso helado me congelaba los pies. Siento como si me hubiera dejado una novia, le dije a Lucía más tarde, mientras ella se arreglaba para ir a rendir un final. Ni me escuchó, ni le importó. Tampoco me escuchó mi hermano, que no quería hablar del tema. Hace más de quince años fui por primera vez a la cancha, año ‘96. Mi viejo me tuvo que sentar en un paravalanchas porque yo no veía nada. Jugábamos contra Unión y Bilardo hacía debutar a Riquelme, un Riquelme flaco, de manga larga y muy habilidoso. Durante su primera etapa en Boca nunca le di demasiada bola, yo era chico y me fascinaban otras cosas, como el corte de pelo de Palermo o las puteadas de Guillermo a los réferis. Latorre había sido mi primer ídolo, todavía me acuerdo de un poster doble del Gambeta colgado en el ropero de mi cuarto (mi viejo no nos dejaba usar las paredes). A las tantas tapitas de Pepsi te daban el poster. Luego vino Tchami, una excentridad que un niño de seis años no podía dejar pasar. Tercero vino el Mellizo, Guillermo, el siete, un amor que duró años hasta que al pobre Guillermo no le quedó nada más para dar. Se fue por la puerta de atrás, a jugar a Estados Unidos, pero para esa época el Chapita ya había dejado de ser mi ídolo.
Riquelme fue, tal vez, el máximo ídolo que tuve. En el 2001 lo vi llorar arrodillado durante una definición por penales. En realidad vi la foto, en el Olé, al día siguiente. Eso me hizo ruido, mi cabecita de quinto grado me decía que allí había algo raro, el tipo estaba llorando, y eso no se veía todos los días. Porque Riquelme no lloraba de tristeza, no estábamos perdiendo y de hecho no perdimos: lloraba de desesperación, de los nervios. Riquelme era como nosotros, un verdadero hincha. Luego se iría al Barcelona por varios palos.
En el 2007 volvió a Boca. El primer partido, en la Bombonera, jugó horrible, apenas un par de pases lindos y algunas pisadas. Pero ese año ganó la Libertadores sólo, jugando a un nivel increíble. A esa altura Riquelme era Boca. Hablo por mí y por mi hermano. Era lo único que nos interesaba, y cuando no jugaba por alguna lesión mirábamos el partido de reojo.
Llegué a quererlo por sobre todas las cosas, como al Padre. Amé sus pases matemáticos, sus aguantadas con el culo, pero amé mucho más sus declaraciones ilógicas, mal formuladas, contradictorias, barderas, amé sus plantazos a la Selección, sus caprichos absurdos, propios de un tipo golpeado por la vida. Amé a ese tipo jodido, villero, pero villero en serio, villero de la Villa del Mal, no como Tévez, que es de la Villa del Bien. Tevez es Disney, un cuento con final feliz, el pobre huérfano que finalmente logra casarse con la Princesa de Inglaterra. Riquelme es una película sueca, lentísima, llena de golpes bajos y que termina pésimo, con el protagonista pegándose un tiro en la boca. Así debía terminar esta historia y así fue, el ídolo deprimido, “vacío”, hablando a través de su representante, diciendo que gracias pero que no puede jugar más, y los fanáticos en la calle, rogándole que vuelva, pero no muchachos, esto ya estaba escrito.
Seguramente cuando vuelva el fútbol me olvidaré de todo, y Riquelme será parte del pasado, como las novias. Ya no estoy enojado, tampoco triste, aunque me cuesta leer las noticias. Tal vez termine de entender todo cuando lo vea con otra camiseta, o cuando algún melancólico me ponga un video con viejas pisadas suyas. Al menos espero que no aparezca el caño con doble taco que le hizo a un pobre marcador de Rosario Central, esa jugada es muy fuerte para mí.