Parece un sketch de Francella. Tato y yo adelante, Benja atrás. Viajamos con el motor apagado. No sé nada de autos; éste, por decir algo, tal vez sea un Renault año 92, o un poco más reciente. Las ventanas bajan con la parsimonia de una abuela, dejando escapar el humo del cigarrillo de Tato. Qué carajo hacemos ahí, frenados sobre Callao, si nadie invitó a nadie. Hace un frío letal, es marzo pero el otoño llegó temprano y acomodó sus cosas. Benja se baja a buscar algo y yo quedo mano a mano con Tato. Cruzamos algunos diálogos y me doy cuenta de que está loco, que vive en un mundo insólito, maradoniano, sin grises. Tato se ríe de cosas de las que nadie se reiría, detalles pelotudos como abrir una guantera varias veces. Parece Homero y la bola en la ingle. Yo pienso que Tato es genial, todo lo que hace es tan sencillo que jamás lo podría entender. Lo pienso en serio mientras miro por la ventana de la Renauleta. Ser sencillo es ser inteligente. No sé, tal vez no. Damos una vuelta a la manzana y me interno en mi casa a tratar de terminar el día. Se trata de tratar, decía un gallego.
Por la tarde estuve en la facultad. Me senté en el último banco y apagué la tele mental. Hasta ahí todo normal, pero cuando faltaba poco para terminar la clase de Semiología, pasó algo raro. De un momento a otro empecé a sentir distintos olores. Lucía. Los olores hacían fila e iban apareciendo sin mezclarse. Lucía y el perfume que usó para un casamiento. Lucía transpirada. La ropa de Lucía. Lucía y su aliento a mojito cubano de la primer salida. Un pañuelo celeste de Lucía.
Me asusté, después me reí, aunque después, y esto también lo digo en serio, miré hacia atrás seguro de que alguien me estaba haciendo una joda.