Era Camila, era yo y el inaguantable deseo de rodearla con mi brazo, aferrar mi mano derecha a su cintura, rozando, como sin querer pero nunca queriendo tanto, su trascendental y maravilloso culo que se escondía como podía debajo de un vestido gris; pero claro, yo apenas un desconocido que caminaba junto a ella por las calles uruguayas, prestándole su oído, escuchando gustoso su vida de madrastras y hermanastras y mala gente por todos lados, pobrecita Camila repetía el desconocido y cada vez se sentía menos borracho y más estúpido, aunque eso era lo que Camila andaba necesitando esa madrugada, un estúpido con oído que no intentara rodearla con el brazo.
El frío me anestesiaba la borrachera y en un momento me puse a cantar, por favor sigue la sombra de mi bebé, pero Camila estaba demasiado cansada como para ir siguiendo sombras, e hizo lo que hay que hacer cuando se encuentra a un bebé perdido en una calle sin edificios, me alzó y me llevó a mi casa, que a todo esto era la suya.
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Mars: pasaron varios meses y ahora esto, el cansancio y la angustia calándome hasta los huesos. Routines: salir de joda, deambular por el puerto repleto de minifaldas y caritas demasiado pintarrajeadas. Ni un rastro de Camila. Tengo que conformarme con viejas, con locas, con mendigas, con punks, un batallón de habituales mujeres que en nada se le parecen pero que mi imaginación insiste en hacerlas pasar por Camila, esos espejismos a los que te conduce Buenos Aires con sus calles y sus colectivos colmados de falsas Camilas; creo que me estoy volviendo loco, che Martinez.
Llorar, llorar y golpear la almohada hasta cansar los puños. Mentira, hace años que no lloro ni golpeo una almohada, pero qué imagen tan linda y desgarradora. Como los calambres en el alma que grita un Charly unplugged, eso sí que es desgarrador, eso sí que lo siento y que seguramente también lo siente Martinez, que de yapa y de vez en cuando le debe dar unos golpecitos a la almohada.
Y mientras tanto la cancha de Vélez, Vélez tres a cero, Vélez dos a uno, Vélez que siempre gana y hace delirar a la hinchada. Yo lo disfruto, me olvido de todo por un rato.
Somos Silveyra y su novia Bárbara, que detrás de mí putea al referí y me escupe la nuca, haciéndome estallar de risa. También está Martinez, tan perdido y voleado por el humo del porro como yo; también está Zervino, en su mundo aparte, Zervino’s world. Y también, a unos metros, está Camila, luciendo una remera del Fortín dos talles más grande y un aro bolita en la nariz (pero que yo me acuerde Camila no tenía ningún aro bolita en la nariz). Y cada tanto un gol, avalancha y bajar los escalones a mil por hora, taca taca taca taca, preocupándose por la novia de Silveyra pero olvidándose de todo por un rato.
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Ya no puedo estar en mi casa. Lo que antes era un lugar acogedor y tibio donde uno podía estar tranquilo, incluso de buen ánimo, hoy se convirtió en un laberinto de ambientes melancólicos, sombríos pero ni eso, oscuros pero tampoco sé si oscuro es la palabra, un lugar triste y pesado, eso sí. No sé quien tiene la culpa de esta decadencia, tal vez sea yo.
Las mañanas me las pasó en la facultad, pero al no tener trabajo las tardes las tengo libres, y, como ya dije, ya no puedo estar en mi casa. Es por eso que, luego de almorzar en algún café cerca de la facultad, o no tan cerca, porque últimamente me gusta caminar, lo llamó a Chicho y me voy para su casa a pie.
Chicho Prado vive con sus dos hermanas, ambas mayores que él. Ellas son muy amables y no parecen tener problema con que yo me instalé allí a diario.
Las tardes en lo de Prado son muy parecidas entre sí. Antes de bajar a la plaza, nos pasamos varias horas tirados en dos sillones mirando canales de deportes y comiendo dulce de leche casero que la madre de Chicho nos manda desde Trenquelauquen, la ciudad natal de mi amigo. Cuando nos aburrimos, Chicho pone el agua y más tarde salimos para la plaza de la Biblioteca. Allí nos echamos a mirar la avenida atestada de autos, que a eso de las siete empiezan a abandonar la ciudad. Hablamos hasta cansarnos, agigantamos nuestros problemas de todos los días hasta convertirlos en dramas, eso es divertido. Cuando se acaba el mate sacamos el pan y el jamón que compramos antes en los chinos, y cuando se acaba el pan con jamón prendemos un cigarrillo tras otro hasta vaciar los paquetes. Luego el sol se termina de ir y entonces agarramos las cosas, nos despedimos y me voy caminando hasta mi casa, de buen humor porque así es como me pone la noche que empieza a caer sobre Las Heras.
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En estos últimos días hay un recuerdo que vuelve a mi cabeza constantemente. Sentado en calzoncillos frente a la computadora, leyendo en el café de la Biblioteca, caminando por Villa Crespo: aparece, se instala un rato y se va. Es el recuerdo de los granaderos, tal vez el único recuerdo que me queda de la Primaria.