martes, 25 de enero de 2011

Todo lo que no pasó en Uruguay III



Parte 1
Parte 2

III

Tal vez fue porque estaba muy bajita, o bien porque yo estaba demasiado concentrado en algo (esto último es menos probable), pero las primeras veces que sonó no le puse atención. Y eso que Silveyra la ponía seguido, esas fijaciones que le suelen agarrar a Silveyra. De pronto me encontré con toda la banda hablando de esa canción, la canturreaban y las partes que aún no se habían aprendido las tarareaban. Sin duda era el tema del verano, y hablaba sobre Maradona. Paradójicamente, Ferrarazzo, el gran amante del Diez, detestaba la canción. Era el único, porque yo no tardé en dejarme hipnotizar por sus encantos.

Ocurrió durante una madrugada. Habíamos vuelto de bailar y el cuarto de la izquierda contaba con sus tres integrantes. Bonadeo se jugaba sus últimas cartas de misterio antes de apolillarse, basureando al DJ por no haber pasado el hitazo de los hitazos en ningún momento de la noche, una marcha que ni Silveyra ni yo ni nadie en este planeta conocía. Yo estaba tan sobrio como bajoneado. Esa tarde había hablado por teléfono con Lucía y su voz todavía me retumbaba en la cabeza. Sin ayuda de nadie me había metido en un pozo del que recién saldría dos o tres días después. Silveyra, en su primitivo dialecto, dijo que ya venía, y al minuto se apareció con un cablerío inmenso. Era evidente que se venía el tema.

El diez susurro a su oido:
novia eterna ven conmigo,
te llevare de paseo,
que nos verá todo el mundo,
y sabrán cuanto te quiero.
La pelota enamorada,
blanca piel inmaculada,
se entregaba sin pudor,
a su flor de terciopelo
de su eterno gran amor.


Cuando caía la tarde había que ir a La Desembocadura, la playa donde se juntaba toda la gilada. A Martinez y a mí nos aburría bastante, íbamos poco y cuando lo hacíamos era bien tarde. A medida que llegábamos, nos íbamos metiendo en un enjambre de miradas, todos observando a todos continuamente, formando líneas invisibles que era imposible esquivar. Yo me sentía en esas películas donde el ladrón no puede tocar los rayos láser que rodean a la joya más importante del museo. En este caso, la joya era Miatello tocando la guitarra. Había que encontrarlo cuanto antes y refugiarse, usarlo de escudo, tirarse cuerpo a tierra y cantar bien fuerte la canción que Miatello estuviera tocando para esconder los nervios. En La Desembocadura había gente de todas las edades. Me acuerdo que era humillante ver a pibes de doce años con minas que se partían de buenas. Y pensar que yo esa edad jugaba a los playmobil en cuatro patas.

La última noche me crucé feo con la novia de Miatello. No recuerdo bien el punto de la discusión, aunque no me puedo olvidar de su cara a dos centímetros de la mía, gritándome por encima de la música y con la piel violeta de bronca. Estaba enojada y me lo demostraba con los ojos y la boca y las manos, que iban y venían furiosas y cada tanto empujaban sin querer a algún borracho que pasaba cerca. Vi que la mano venía complicada, así que me puse a gritar yo también. Al estar tan cerca el uno del otro, podía ver clarito como le iba salpicando la cara a gallos. En la nariz, en la frente, en la pera, pero ella estaba tan caliente que ni se molestaba en secarse. Yo también me mojé un poco, aunque sus proyectiles eran más femeninos. Luego se fue apagando la pelea, tanto la verbal como la pollística, y al despedirnos nos dimos un abrazo que pudo más que cualquier rencor.

La mañana en que me iba me levanté temprano, a eso de las nueve. Tenía que rajar del departamento a las once, y la banda nunca se levantaba después de las dos. Me bañé, salí a cambiar plata, compré el Olé, una lata de coca, y volví a la cucha. Me devoré el diario en menos de 10 minutos y me percaté de que me quedaba una hora muerta. Probé con un almohadonazo a Miatello, pero éste ni amagó a moverse. Me senté en mi colchón y empecé a bajarme la lata de a tragos lentos, estratégicos. Miraba el techo mientras respiraba el alcohol que la banda transpiraba. A la media hora agarré mi valija y abrí la puerta. Antes de irme, lo cacheteé a Prado para que me despida. Prado me miró como si fuera un desconocido, con los ojos diminutos y bien colorados, y apenas se limitó a soltar un chau masita. Luego se dio vuelta y siguió durmiendo.

Me iba con la cola entre las patas, Uruguay me había quedado grande. Caminaba por la calle porque era el único lugar donde rodaban las rueditas de la valija. Extrañaba todo, incluso a mis amigos que acababa de dejar hace medio minuto. Llevaba puesta una gorra y unos anteojos negros, y me sentía una de esas estrellas de cine que se camuflan para poder salir tranquilas a dar vueltas. Me faltaba la minita. De repente sentí un bocinazo a mi espalda y casi me meo del susto. Me corrí a la derecha y un grandote de mi edad, desde una Fielder, me clavó los ojos al pasar:

-Caminá por la vereda, gorrita salame…


Fin