Parte 1 aquí
II
Todo el departamento consistía en un pasillo que se atravesaba con tres buenos pasos más dos cuartos que se abrían a la izquierda y derecha del final del mismo. Y un baño. No soy bueno para las medidas a ojo, pero calculo que los cuartos andaban por los tres metros de largo por dos de ancho. Allí debíamos meter ocho personas, y se puede decir que las metimos. En el cuarto de la izquierda dormíamos Bonadeo, Silveyra y yo. Silveyra me hablaba a la mañana modulando de una forma muy extraña, y yo pensaba que era debido a la borrachera. Al cuarto día me enteré que usaba aparatos durante la noche. Es decir, Silveyra amanecía desnudo, con gomitas en el pelo, con el pecho manchado de cera fría y dura, un día con el jean puesto al revés, pero los aparatos siempre estaban ahí, obedientes. Recuerdo que eso me parecía genial, me divertía imaginando a Silveyra acomodándose los metales en los dientes para luego sacarse el jean prolijamente y volver a calzárselo, pero al revés.
En el otro cuarto dormían Miatello, Ferrarazzo y Dodds. Era un cuarto más bien tranquilo, les gustaba el silencio y dormir. Es por eso que cuando Prado volvía del boliche con ganas de molestar enfilaba para la izquierda. Me hacía cosquillas en los pies y yo me despertaba con todas las luces, aún no entiendo bien porqué. Luego repasábamos la noche a los gritos y Bonadeo nos insultaba porqué quería dormir.
Miatello era la madre del grupo, y su hijo predilecto era Ferrarazzo. Limpiaba a diario el baño y los vasos que quedaban sucios de la noche anterior, era el primero en levantarse y cocinaba omelettes para todos. Se acordaba de abrir las ventanas para airear y su cama estaba siempre impecable. De las llaves, de la máquina de fotos y de las cuentas se encargaba él, entre otras tantas responsabilidades. A Ferrarazzo lo llevaba bajo el ala. El de los calzoncillos se pegaba unas buenas mamúas, y era Miatello quien lo cargaba varias cuadras bajo la luz violeta de las cinco de la mañana hasta el departamento. Luego lo acostaba y lo tapaba. Faltaba el beso en la frente.
Creo que sin Miatello no hubiéramos durado ni dos días. De todas maneras yo lo veía triste, algo apichonado. Sospecho que las cosas con su novia no andaban del todo bien.
A lo largo del pasillo se acomodaban como podían Prado y Martinez. Éste último fue el que elaboró una teoría a la que rapidamente me adherí: en ese departamento no se podía dormir. Había una maldición, no nos podíamos parar del sueño pero una vez en el colchón, con las persianas bajas, había algo que nos mantenía en vela. Finalmente caíamos en un sueño liviano, menos profundo que una bañadera, y en menos de dos horas estabamos arriba de nuevo, más cansados que antes. Era desesperante, y esa fue una de las razones por las que pegué la vuelta dos días antes de lo previsto.
Había una rubia que cada tanto se daba una vuelta por el departamento. Era vecina, ella 106 y nosotros 104, y a mi me caía muy simpática. Tenía los ojos más grandes que ví en mi vida, y no era para nada fea. No me gustaba, lo sé porqué me costaba mucho retener su nombre, y eso no me pasa con alguien que me gusta. Le decían Milu y durante varios días insistí con Mica. Por primera vez quise ser amigo de una mujer, sin otros intereses a la vista. Me trataba de mi amor, mi vida, pero no lo hacía solo conmigo. Cualquier otra persona que me hablase así me hubiera resultado insoportable, pero a esta le quedaba bien. Yo se la devolvía y todo era un poco raro.
Una noche, más bien una mañana, me acurruqué en un rincón del jardín del edificio a esperar a Martinez. Corría un viento frío y yo me defendía con una sopa de calabaza caliente entre las manos. Había vuelto solo del boliche y el pedo me estaba bajando. La sopa era una bendición de la Virgen María. A Martinez lo veía poco, o menos de lo que hubiera querido verlo. Siempre andaba a las apuradas, con el radar hormonal prendido a toda hora. No tardó en aparecer, venía al trote y ya a dos cuadras se le notaba la sonrisa. Había terminado la noche en un descampado con una morocha y ahora me venía con el cuento a puro detalle. No se le escapó nada, las descripciones eran tan perfectas que al final del relato no sabíamos quien de los dos había estado con la morocha. Martinez tiene un sentido del humor que no podría explicarlo por más que quisiese, pero lo cierto es que cuando se le canta me deja en el piso revolcándome de risa. Al rato cayó Prado, y lo fuimos a abrazar corriendo como si hubiera clavado un golazo. Yo estaba descalzo, y me acuerdo que me pinché hasta al alma en esa larga carrera hasta donde él estaba. En medio de la montonera, decidimos ir a la playa a meternos en bolas.
-Hagamos esto. Ponemos música al voleo y cada uno tiene que lavar durante un tema, apenas se corta cambiamos.
La idea era mía y hasta el día de hoy me sigue pareciendo brillante. Eramos Prado, Ferrarazzo, yo, y una cocina que parecía Bagdad. Arrancó Prado con un reggaeton que no prometía más de tres minutos, remenea remenea, pa la izquieda y la derecha, unos cuantos platitos y listo. Cuando ya estaba terminando mis ojos empezaron a buscar a Ferrarazo sin éxito alguno. Le tocaba a él; yo, por ser el mentor de toda la movida, tenía el privilegio de lavar último. Ferrarazzo se había refugiado en el baño, la ducha prendida pero él afuera (esto lo supe, no sé porqué), y un aire raro empezó a flotar en el ambiente, como a complot. Acepté la esponja de manos de Prado sin chistar, mucho más concentrado en los primeros acordes de un tema que no conocía que en otra cosa. No tardó en hacerse escuchar una tímida voz en inglés, que no parecía estar tan apurada como yo. Mientras tanto desfilaban por la pileta platos, vasos, cucharas, limones ennegrecidos, ceniceros, bolsas de nylon mojadas, más limones ennegrecidos, y el negro (ya había decidido que era negro) que disfrutaba el tema como loco, lo sentía, lo estiraba como un chicle, hasta que se quedo sin nada que decir y ahora era el turno de la guitarra. El solo duró mínimo seis minutos, y si le sumamos los tres del negro hablando boludeces ya iban como nueve. De a poco empecé a vislumbrar el aluminio del fondo de la pileta. Lo ví a Prado con el cuerpo doblado en dos por la risa, lo vi a Ferrarazzo aparecer en calzoncillos haciendose el rey de los boludos: lavé la última taza, le saqué con mucha bronca la sopa de calabaza impregnada en el fondo, agarré una cerveza de la heladera y me fui con un portazo.
(Falta la tercer y última parte)