martes, 18 de enero de 2011

Todo lo que no pasó en Uruguay

(Los textos que aparecen a continuación fueron escritos con el fin de entretener a Martinez. Comencé a escribirlos cuando me lo imaginé cagado de calor en Buenos Aires, leyendo en Olé que Maggiolo vuelve al club de sus amores. Lo llamo y no me atiende el teléfono. Quiero saber como está, y que pasó con mi prima)

I

Hasta el día en que me muera, cuando alguien me pregunte por mis primeras vacaciones en Uruguay, lo primero que se me vendrá a la mente será la imagen de Ignacio Ferrarazzo en calzoncillos, la panza blanca manchada de rosa, Ignacio Ferrarazzo echado en una cama sin hacer, apoyado sobre un almohadón con olor a clericó, rodeado de sillas y colchones y remeras y cartas de truco, vasos llenos de limones ennegrecidos y colillas y vaho a mierda. Ya me ocurrió: fue solo nombrar aquellas vacaciones que al instante se me apareció Ferrarazzo en calzoncillos a cuadros azules y colorados, rascándose alguna parte del cuerpo y con la mirada habitual de Ferrarazzo, como si hubiera aterrizado en el mundo hace algunos pocos minutos.

No puedo decidir si Ferrarazzo es gordo o flaco. A veces me divierto pensando que es las dos cosas al mismo tiempo. Su fisonomía no puede ser más particular, y su cara no se queda atrás. Viendo una foto, nadie diría que Ferrarazzo es argentino ni mucho menos porteño. Y lo es para el carajo. Chupa mate que da asco y es un gran conocedor de la vida de Maradona. Con todo esto y no sé bien porqué, Ferrarazzo me transmite un respeto único. Todavía me acuerdo de la noche (todo transcurre en Uruguay) en que, durante un partido de truco, Ferrarazzo, que no estaba jugando, se divertía tocándome las cartas antes que yo las recibiera y prometiéndome una suerte letal que nunca llegaba. Ese simple chiste me molestaba a tal punto que mis sienes comenzaron a transpirar hasta humedecerme gran parte de la cara, pero no me animé a decirle nada. De todas maneras, terminé ganando ese partido, y no por la inexistente fortuna que Ferrarazzo le transmitía a mis cartas, sino porque mi rival Bonadeo es otro personaje algo extraño y acabó misteriosamente sirviéndome los últimos puntos en bandeja.

Lo de Bonadeo, Gorga, es algo más complicado. Yo lo venía siguiendo estos últimos años, atento a sus movimientos y a su impenetrable figura. Noté que desde hace mucho tiempo que Bonadeo viene alimentando un personaje. Sospecho que lo escondía en el altillo donde él duerme, escondido entre noventosos posters de San Lorenzo campeón y latitas de Fanta desteñidas. Pero parece que en este último tiempo a Gorga se le fue la mano con la morfi, y el personaje creció hasta transformarse en un monstruo, una fiera salvaje que no tardó en devorarse al pobre Gorga en dos bocados. Ahora el monstruo pateaba las calles sin sombra de Uruguay junto a la banda. No era peligroso, sobre todo porque varios fuimos aprendiendo a domarlo y a mantenerlo a raya. Fuertemente enamorado, solía desaparecer de nuestra vista para caer en los brazos de caro, que también andaba dando vueltas por el país oriental. Llegaba a la casa, donde con la banda nos apiñabamos como podíamos, a horas insólitas y en estados insólitos (Ferrarazzo le preguntó una tarde si estaba tomando merca y Bonadeo contestó, con dos cucharaditas de misterio, que no). Un día me quedé observándolo en el boliche y me asusté un poco. caro le bailaba alrededor animosamente, mientras Bonadeo apenas atinaba a menear su metro noventa levemente hacia adelante y hacia atrás, iba y volvía despacito y con los ojos casi cerrados, poseído, y a la Rubia no parecía importarle demasiado. Llevaba puesto un buzo mío que, por razones obvias, le quedaba de juguete, y al verme pasar a su lado me puso dos dedos en la cara y me dio un empujoncito.

Con tantos comportamientos anormales a mi alrededor, decidí escudarme en Prado, un muchacho fiel a sí mismo. Prado no tiene problema en adaptarse a lo que sea, es como una salsa de tomate, queda bien en todos lados. Yo llegué a Uruguay medio harto de Prado, en el buen sentido. Habíamos pasado los últimos quince días de diciembre pegados el uno al otro de la mañana a la noche. Yo venía de que me echen flit terminar una larga relación, y Prado comenzó a hacer las veces de mi querida ex novia, con el perdón de los homofóbicos. Comíamos juntos día de por medio, mirabamos películas, nos sentábamos en los sillones colorados de casa a tomar cerveza, todo tal cual a como era con Lucía. Cuando me enteré de que finalmente y por culpa de un error de Buquebus no viajábamos juntos a Uruguay, sino cada uno por su lado y con media hora de diferencia, me entristecí bastante.

Ya en Uruguay, Prado y yo actuábamos de forma idéntica. Nos emborrachabamos juntos y nos librábamos de la resaca al mismo tiempo. Entrábamos a la par al boliche y Prado me presentaba mujeres que ni él conocía y que preferían rajar rápido antes de quedarse con dos borrachos que se reían de todo lo que se movía. Ni él ni yo fumamos, pero dentro del boliche era imposible vernos sin un cigarrillo en la mano. En la otra, sujetábamos orgullosamente un trago que Prado le amarreteaba al de la caja hasta volverlo coreano. Así se nos iba la noche. A veces eramos uruguayos y fanáticos de Nacional (el Bolso, me explicaría más tarde Bonadeo), y nos trenzábamos en interminables peleas con uruguayos reales. Bonadeo me daba una mano, porque yo de fútbol uruguayo entiendo poco y nada. Un día me ligué una trompada de un hincha de Peñarol. Más que una trompada fue un piquete brusco, y el ojo izquierdo no lo pude abrir hasta la mañana siguiente. Luego del golpe, levanté la vista y eran todos uruguayos reales con fervientes deseos de dársela al rubiecito que se hacía el simpático. Bonadeo había desaparecido, tal vez andaba por la pista practicando sus bailes de Lucifer.

(Continuará. Restan personajes y anécdotas...)