martes, 31 de julio de 2012

Nunca había visto Hannibal



El Palio blanco me esperaba en la vereda. Yo me subí con una bolsa de carne en la mano y una resaca que me comprimía la cabeza. Había dormido poco y estaba en piloto automático. En el viaje fui rearmando el sueño de la noche anterior, siempre hay algo que moldear, que pulir, pedazos de la historia que uno tiene que recrear para completar el cuadro. Era domingo y el sol daba una luz muy blanca y pálida, como esas lamparitas de bajo consumo. Me gusta la ruta, pensé cuando salimos de la ciudad, me gusta escuchar en silencio los diálogos de los amigos, los chistes repetidos, apoyar la cabeza contra el vidrio, ver pasar los yuyos y los alambrados y las vacas pixeladas por la velocidad, pero sobre todo me gusta escuchar.

La ruta era un desastre y el Palio hacía lo que podía. Varias veces estuvimos cerca de no contarla. A veces veo al Palio como un amigo, otras, como una casa, y otras, la mayoría de las veces, como un gran cajón de chapa blanca que siempre está a punto de romperse en mil pedazos. Pero me ha llevado a muchos lados, el Palio, y le tengo cariño. Ahora vamos rumbo a Marcos Paz, al campo, pero antes hay que pasar por una carnicería a engrosar el asado.

Preguntamos al carnicero por achuras, no tenía, preguntamos por entraña, no tenía, salchicha parrillera, tampoco, morcilla, sí. Cuatro morcillas, pan, cebolla, morrón, veinte mangos el kilo está el morrón, mejor dejalo. Este es un relato donde no pasa nada. Cinco amigos van en un Palio a comer un asado a Marcos Paz y paran en una carnicería a comprar algo más. Podrían chocar, pienso en el segundo capítulo del viaje, después de la parada en la carnicería, el amigo que maneja podría tratar de esquivar un pozo y volantear y morder la banquina y luego de varios trompos volcar, dar algunos giros en el aire y caer en seco contra una zanja, y entonces, luego de un largo silencio donde solo se escucha la canción que venía sonando, alguien preguntaría si están todos bien, y cuatro voces, a destiempo, contestarían que sí, que zafamos, que estamos todos. Sin embargo eso nunca pasa, hay pozos, eso sí, hay algunos volantazos torpes, eso también, pero finalmente llegamos a la tranquera.

Luego del asado me aparté de la manada y me dormí una siesta en la casa, en un sillón de cuero negro. Algunos, de camino a la cocina para calentar o recalentar agua, pasaban y me hacían algún comentario. Yo me despertaba y miraba un rato la tele que tenía enfrente hasta que volvía a dormirme. Enganché un pedazo de un partido de badmington, Vietnam contra Bélgica. Más tarde, en otro intervalo de lucidez, me seguí una carrera de natación donde un nadador francés le ganó a un yanqui en el último segundo. El relator estaba emocionadísimo.

Ya voy llegando a lo que quiero contar. Cuando me desperté del todo me levanté y salí de la casa. Ya no pegaba más la luz pálida de la mañana, sino una mucho más cálida, rembrandtiana. Me acerqué al grupo, estaban tomando mate y fumando. En la ronda había un pony que miraba todo como si entendiera, era uno más. Yo me subí y di unas vueltas hasta que me tiró. Caí de costilla, una caída rarísima que me liquidó. Escuché las risas y tuve que pilotear el fuerte dolor en la costilla derecha para quedarme con algo de dignidad. El pony esbozó algo parecido a una sonrisa también, aunque eso puede haber sido una idea mía del momento.

A eso de las cinco o las seis el hambre hizo su regreso triunfal. Alguién dijo de ir al pueblo a comprar facturas y yo me anoté, aunque me hubiera anotado para cualquier cosa. Subimos al Palio con un amigo y manejamos un tramo, no más de diez minutos, hasta que dimos con una heladería que también era cafetería y panadería. Y acá viene lo que quería contar desde el arranque, y tal vez sea un capricho, pero no me importa. Mientras pedíamos una docena de churros bañados y media docena de rosquillas (pésima elección, nos enteraríamos después) en el mostrador, una niña que no pasaba los seis años se puso al lado a tratar de pedirle una pajita al panadero. Pero no llegaba por la altura, y el panadero, o heladero, no sé cómo debería llamarlo, no la escuchaba ni la veía. Así se pasó un largo rato, hasta que apareció al padre y le pidió una pajita y el panadero se la dio. Ahora que lo escribo no tiene sentido, porque me es imposible describir su cara o su voz, y tal vez pueda decir que esa pibita era linda, o muy linda, o demasiado linda, o que me dieron tantas ganas de tener esa hija que quise llorar, o que mientras escuchaba esa voz pedir una pajita sentí que quería vivir muchos años, o que la felicidad, mi felicidad, no es más que la voz de una piba de seis años pidiendo algo en la esquina de un pueblo, y podría decir todo eso y mucho más pero nunca alcanzaría, y entonces creo que estoy fracasando en mi relato.

En la tele seguían las Olimpiadas. Vimos un partido de básquet mientras matábamos los restos fríos del asado. Los churros quedaron a un costado, apenas mordisqueados. Ya de noche se fueron yendo algunos amigos, yo me quedé a dormir. Volvería al día siguiente, o al otro, pensé. Esa noche miré varias películas sólo, los pocos que decidieron quedarse se fueron a dormir temprano. Miré Hannibal y grité como una vieja cuando Anthony Hopkins le arranca la tapa de los sesos a un tipo, dejándole el cerebro al aire. El tipo seguía vivo y decía cosas cada vez más incoherentes. Se fue apagando de a poco mientras el viejo Hopkins le agarraba un pedazo de cerebro y lo mojaba en vino y se lo daba de comer. El tipo se automorfaba. Nunca había visto Hannibal. Hay imágenes que te marcan, que se adhieren al fondo del ojo como una pegatina.