
El Palio blanco me esperaba en la vereda. Yo me subí con una bolsa de carne en la mano y una resaca que me comprimía la cabeza. Había dormido poco y estaba en piloto automático. En el viaje fui rearmando el sueño de la noche anterior, siempre hay algo que moldear, que pulir, pedazos de la historia que uno tiene que recrear para completar el cuadro. Era domingo y el sol daba una luz muy blanca y pálida, como esas lamparitas de bajo consumo. Me gusta la ruta, pensé cuando salimos de la ciudad, me gusta escuchar en silencio los diálogos de los amigos, los chistes repetidos, apoyar la cabeza contra el vidrio, ver pasar los yuyos y los alambrados y las vacas pixeladas por la velocidad, pero sobre todo me gusta escuchar.
La ruta era un desastre y el Palio hacía lo que podía. Varias veces estuvimos cerca de no contarla. A veces veo al Palio como un
amigo, otras, como una casa, y otras, la mayoría de las veces, como un gran
cajón de chapa blanca que siempre está a punto de romperse en mil pedazos. Pero
me ha llevado a muchos lados, el Palio, y le tengo cariño. Ahora vamos rumbo a
Marcos Paz, al campo, pero antes hay que pasar por una carnicería a engrosar
el asado.
Preguntamos al carnicero por achuras, no tenía, preguntamos
por entraña, no tenía, salchicha parrillera, tampoco, morcilla, sí. Cuatro
morcillas, pan, cebolla, morrón, veinte mangos el kilo está el morrón, mejor
dejalo. Este es un relato donde no pasa nada. Cinco amigos van en un Palio a comer un asado a Marcos Paz y paran en una carnicería a comprar algo más. Podrían chocar, pienso en
el segundo capítulo del viaje, después de la parada en la carnicería, el amigo que maneja podría
tratar de esquivar un pozo y volantear y morder la banquina y luego de varios
trompos volcar, dar algunos giros en el aire y caer en seco contra una zanja, y
entonces, luego de un largo silencio donde solo se escucha la canción que venía
sonando, alguien preguntaría si están todos bien, y cuatro voces, a destiempo, contestarían
que sí, que zafamos, que estamos todos. Sin embargo eso nunca pasa, hay pozos, eso
sí, hay algunos volantazos torpes, eso también, pero finalmente llegamos a la
tranquera.
Luego del asado me aparté de la manada y me dormí una siesta
en la casa, en un sillón de cuero negro. Algunos, de camino a la cocina para
calentar o recalentar agua, pasaban y me hacían algún comentario. Yo me
despertaba y miraba un rato la tele que tenía enfrente hasta que volvía a
dormirme. Enganché un pedazo de un partido de badmington, Vietnam contra
Bélgica. Más tarde, en otro intervalo de lucidez, me seguí una carrera de
natación donde un nadador francés le ganó a un yanqui en el último segundo. El
relator estaba emocionadísimo.
Ya voy llegando a lo que quiero contar. Cuando me desperté
del todo me levanté y salí de la casa. Ya no pegaba más la luz pálida de la mañana, sino
una mucho más cálida, rembrandtiana. Me acerqué al grupo, estaban tomando mate
y fumando. En la ronda había un pony que miraba todo como si entendiera, era
uno más. Yo me subí y di unas vueltas hasta que me tiró. Caí de costilla, una
caída rarísima que me liquidó. Escuché las risas y tuve que pilotear el fuerte dolor
en la costilla derecha para quedarme con algo de dignidad. El pony esbozó
algo parecido a una sonrisa también, aunque eso puede haber sido una idea mía del
momento.
A eso de las cinco o las seis el hambre hizo su regreso
triunfal. Alguién dijo de ir al pueblo a comprar facturas y yo me anoté, aunque
me hubiera anotado para cualquier cosa. Subimos al Palio con un amigo y
manejamos un tramo, no más de diez minutos, hasta que dimos con una heladería
que también era cafetería y panadería. Y acá viene lo que quería contar desde el arranque, y tal
vez sea un capricho, pero no me importa. Mientras pedíamos una docena de
churros bañados y media docena de rosquillas (pésima elección, nos enteraríamos
después) en el mostrador, una niña que no pasaba los seis años se puso al lado
a tratar de pedirle una pajita al panadero. Pero no llegaba por la altura, y el
panadero, o heladero, no sé cómo debería llamarlo, no la escuchaba ni la veía. Así
se pasó un largo rato, hasta que apareció al padre y le pidió una pajita y el panadero
se la dio. Ahora que lo escribo no tiene sentido, porque me es imposible
describir su cara o su voz, y tal vez pueda decir que esa pibita era linda, o
muy linda, o demasiado linda, o que me dieron tantas ganas de tener esa hija
que quise llorar, o que mientras escuchaba esa voz pedir una pajita sentí que
quería vivir muchos años, o que la felicidad, mi felicidad, no es más que la
voz de una piba de seis años pidiendo algo en la esquina de un pueblo, y podría
decir todo eso y mucho más pero nunca alcanzaría, y entonces creo que estoy
fracasando en mi relato.
En la tele seguían las Olimpiadas. Vimos un partido de básquet
mientras matábamos los restos fríos del asado. Los churros quedaron a un
costado, apenas mordisqueados. Ya de noche se fueron yendo algunos amigos, yo
me quedé a dormir. Volvería al día siguiente, o al otro, pensé. Esa noche miré
varias películas sólo, los pocos que decidieron quedarse se fueron a dormir
temprano. Miré Hannibal y grité como una vieja cuando Anthony Hopkins le
arranca la tapa de los sesos a un tipo, dejándole el cerebro al aire. El tipo
seguía vivo y decía cosas cada vez más incoherentes. Se fue apagando de a poco
mientras el viejo Hopkins le agarraba un pedazo de cerebro y lo mojaba en vino
y se lo daba de comer. El tipo se automorfaba. Nunca había visto Hannibal. Hay
imágenes que te marcan, que se adhieren al fondo del ojo como una pegatina.