domingo, 3 de junio de 2012

Estamos bien los treinta y tres


La tapa y contratapa rosa del libro editorial Océano no me favorecen, lo sé, como tampoco lo hacen mis piernas cruzadas en una pose algo vulnerable. Es así como, en plena tarde y en una de las mesas de afuera de un café de la calle Uruguay, el vendedor ambulante se convierte en un león hambriento que no almorzó y yo en una cebra muy blanca y muy negra y muy hermosa, una cebra aburrida que mastica unos yuyos en medio de una sabana pelada. Soy el objetivo perfecto, él sabe que no puede perder y avanza decidido, ni me saluda. De un bolso que le cuelga empieza a desenvainar todo tipo de artefactos, desde cargadores de celular hasta siliconas para el auto, y las va apoyando en hilera sobre mi mesa. Yo ya sé que estoy perdido, y solo para estirar mi agonía por unos segundos más agarro una birome plateada, una de esas ballpoint, y le digo que está muy buena pero que justo me agarró sin plata. Parker, original, me dice señalando un logotipo del paquete transparente que cubre a la birome. En la librería está a sesenta, yo te la dejó a treinta, dale que me tengo que ir, agrega. Le repito el tema de la plata, apenas tengo para pagar este café, le digo desviando la mirada hacia la taza vacía. Sueno convincente, estoy orgulloso de mi discurso, pero el tipo me retruca con que me la baja a veinte pesos, y rápido que se tiene que ir. Yo insisto por última vez con mi falta de dinero, y ahí es cuando el vendedor inclina su cuerpo viejo y cansado y, a centímetros de mi oído, pronuncia las dos palabras letales: soy cardíaco.

 Compré la birome plateada, sin dudarlo. Traté de conservarla pero a la semana ya la había perdido.

Esa misma sensación de asfixia es la que siento en el cumpleaños de mi abuela, el único evento familiar al que suelo ir. Allí, sobre una moquet impecable, decenas de parientes que apenas conozco o que solía conocer entablan conversaciones también impecables, casi guionadas, mientras yo como de parado una pasta con hongos riquísima, tal vez la mejor pasta que haya probado en mi vida. Y devoro mi plato solo, en un rincón, observando la escena como lo haría un animal o un marciano, hasta que una prima tetona que se parece a Spinetta se acerca a integrarme y me pregunta por mi vida, me dice que es una lástima que haya dejado arquitectura, una carrera tan linda, y entonces yo me acuerdo del vendedor ambulante susurrándome al oído que es cardíaco.

Estos son solo ejemplos de cómo la armonía de un día cualquiera puede transformarse en un infierno, porque eso es lo que representa para mí tener que hablar con extraños, que contradecirlos o darles la razón, que negociar, que contar, que explicar: un verdadero infierno. Tarjeteros que me encaran en las esquinas, señoras del 17 que me clavan sus miradas venenosas para que les deje el asiento, aquel amigo de la secundaria al que no veía desde el último día de clases, o vendedores de locales de ropa que me preguntan qué andaba buscando. No estoy buscando nada, o sí, estoy buscando que me dejen tranquilo con mi diálogo interno. Allá afuera pueden matarse y yo ya me enteraré por los noticieros, pero a mí déjenme con esta melancolía eterna que arrastro.

Siempre me gustó el primer mensaje que mandaron los mineros chilenos atrapados a ochocientos metros bajo tierra. Sobre un pedazo de papel cuadriculado, sin comas ni puntos, sin remitente ni destinatario, se leía: estamos bien en el refugio los treinta y tres.

Ahora es de noche y por la ventana de mi casa a medio abrir llegan la música y las carcajadas de la fiesta de algún vecino. Sin embargo, yo estoy bien en mi refugio, a las tres de la mañana, mirando a oscuras una película por cable y fumando un cigarrillo tras otro. Tal vez debería escribirlo en un pedazo de papel.