La historia empieza más o menos así: Hay una mujer sentada
en el sillón de una casa demasiado adornada, de nombre Emilia; es la primer
Emilia que conozco en mi vida pero eso no tiene importancia. Emilia, a la que
también le cuelgan algunos adornos, dice: hay que darle ejemplos al frío. Dicha por el Marqués de Sade la frase hubiese sido estudiada por varias escuelas del siglo diecinueve,
pero la dice Emilia, que, aunque lindo culo, su estupidez llega a límites
insospechados. Así que nadie le presta demasiada atención. A su amiga, sentada
en frente, le dicen Nube. Todos estamos bastante borrachos y una llama flamea
sobre nuestras cabezas como en Pentecostés. Luego la noche se fragmenta y hay
un estallido en forma de taxi que me deja en la avenida Pueyrredon. Decido caminar. Los
satélites pueden verme, en vivo y en directo, protegiéndome del frío
y sus ejemplos con una campera azul de plumas de ganso que solía usar mi abuela
Mamina. Todo, desde la amiga Nube hasta la campera inglesa de la nona, es un
chiste poético. Pero a las varias cuadras esquivo un perro dormido que está
cortando la vereda y pienso: cuando ese perro muera yo no lo sabré. O todo lo
contrario, tal vez me entere mediante un sueño en el momento en el que lo
envenenen, como le pasó a Levrero alguna vez, o tal vez el perro ya esté muerto
y todo sea cuestión de seguir camino tanteando las fachadas de los edificios como
un murciélago hasta llegar al mío, y subir, y dormir...dormir hasta que todo
pase de una puta vez.