Lo vimos bajarse del auto y sumergirse en el ascensor del
estadio. Las cámaras lo perdieron. Nosotros, pegados a la televisión Sanyo, lo
perdimos de vista y nos pusimos impacientes. Si está ahí es porque va a poner
el gancho, me dijo mi hermano optimista. Los periodistas especulaban y repetían
información hasta el cansancio porque había que llenar baches televisivos. Va a
salir todo mal, pensé, y tendremos que conformarnos con viejos videos del Yutub,
con algún que otro gol que llegué del más allá, desde Qatar o Dubai.
Unas horas más tarde llegarían las noticias. Se había salido con la
suya, se quedaría y le pagarían hasta el último caprichoso dólar.
Ahora pasaron algunos años, y la noche está
increíble. Allá, en la última fila de la última bandeja, me prendo un
cigarrillo y siento como se va diluyendo el calor y el agite de diez mil
escalones. Entonces lo veo, abajo y muy lejos, chiquitito. Apenas se distingue
el pelo y unos puntitos negros que deben ser las cejas. Alrededor, sus
compañeros parecen ser controlados por él. Es una especie de poder virtual,
como la Matrix. Cada tanto algún sirviente le entrega la pelota mansa, casi
muerta, y vuelve a acomodarse obediente a su alrededor, y entonces hay treinta
mil hinchas, también a su alrededor, que esperan, esperan, esperan, el pase
magistral que cierre la ecuación perfecta, porque al fin y al cabo se trata de
una cuestión matemática.
Lo digo de una manera simple: yo creo que está bien esto de
tener ídolos. En el segundo tiempo, un ídolo pisa el área, la manda al fondo de
la red y luego sale gritando por detrás del arco y arquero tumbado, y cuando
eso pasa a mi me corre un frío por el cuerpo, unas ganas inmensas de llorar
de alegría aunque sé muy bien que eso nunca va a ocurrir; y todo eso no tiene
ningún sentido.
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Dust and bones, me dice un taxista hablando de existencialismos, o mejor dicho, de un amigo suyo que se mató hace unos años. Cuando llegamos a destino, no le puedo pagar
en el momento sino que me tiene que esperar a que suba a buscar la plata
mientras se queda con mi celular de rehén. Entonces, luego de subir y
bajar como un ninja, sin hacer ruido y a toda velocidad, finalmente le extiendo los treinta pesos, y él me devuelve el teléfono, no sin antes decirme que no puedo tener la foto de ese muerto, de ese amargo, de ese mercenario. Dice mercenario porque
habla con propiedad; también, en determinado momento, ha dicho que algo era
incipiente.
Y el taxista cumple su rol y colabora con esa ecuación perfecta: todo empieza un
domingo de 1996, en la tribuna del sol, cuando lo vimos debutar. Quince años después, en el cordón de la calle, un taxista se llena los ojos de sangre porque ese Momián cobra por pajearse en la mitad de
la cancha.