En la primaria ganó una maratón bastante pulenta y entonces se convirtió en algo así como un líder popular, buena onda, todos querían una foto con Boni el bonito. Cómo jugador de fútbol era más bien discreto, aunque nadie discutía que era el mejor de todos los tiempos. Los de azul, los de amarillo y los de verde temblaban cuando pisaba el campo de deportes. La Perla Roja, así lo llamaban. Boni el bonito estaba inflado como un pochoclo, inflado por los maestros pero tambien por sus compañeros de equipo e incluso por sus rivales. Yo era colorado y me sentía un afortunado de jugar a su lado, aunque por lo general me mandaban a calentar banco. Arrancaba el partido y Boni el bonito solo sabía repartir la bola para los costados. Qué clase, que nivel, comentaban los curas que se acercaban a ver el Intercolor.
Pero llegó la Secundaria. Las hormonas lo dejaron a gamba y Boni el bonito tuvo que ver crecer como un hongo hasta el más enano mientras él se quedaba cerca del metro veinte. Ya nadie lo respetaba demasiado, ya no era el mejor de todos los tiempos, Boni el bonito era el dolor de ya no ser. No le quedó otra que elegir un perfil más tranqui. Con los primeros fondos de birra él no quería saber nada. Boni el bonito parecía pedir a gritos, pero en silencio, que lo dejaran tranquilo con sus cosas. Nadie sabe cuales eran sus cosas, creo que el estudio, ya en esa época soñaba con ser ingeniero. De todas maneras andaba bastante bien de levante. En los colegios vecinos todavía quedaban las brasas del Boni de la Primaria, y las pibas sentían intriga por conocer a ese negrito que se había llevado el mundo por delante. 
Llegaron las fiestas en las casas y Boni el bonito se quedaba en un rincón sin hablar con nadie, tomando coca de un vaso de plástico, y cada tanto preguntaba si adentro tenían Play Station. Las minas no le interesaban demasiado, estoy seguro de que pensaba que eran todas unas boludas, de la primera a la última. Tal vez lo siga pensando. Una vuelta en Miramar enganchó una mina más grande, bien buena estaba, pero a él lo único que le interesaba era que la flaca le cuente su vida, entonces apenas abría la boca para preguntar y ella se largaba a hablar. Boni el bonito hubiera querido morirse así, ella hablando y él escuchando con un cigarrillo entre los dedos. La mina no tardó en cansarse y no apareció nunca más por la carpa.
Luego hubo otra, de la que se decía que se apretaba otras minas, que en una fiesta lo hizo subir las escaleras y lo encerró en un cuarto. Boni el bonito le preguntó si tenía fuego y ante la negativa se levantó de la cama, bajó, pidió fuego y se fumó el cigarrillo sólo, mirando la pileta.
Pasaron los años, llegó la facultad y Boni el bonito se presentó como Martín, como si quisiera esconder todo su pasado debajo de la alfombra. Martín, el que almuerza en las escaleras y se llena el pantalón de migas, así era conocido entre sus compañeros de Ingeniería. Un día le preguntaron de qué era el sandwich y dijo que de queso. Queso y mayonesa.
Se rapó la bocha, se mandó a mudar a Estados Unidos pero luego volvió y se internó aún más en su mundo, un mundo desconocido para el afuera, un mundo oscuro y turbio como un baño público, un mundo de escaleras grises y sandwiches de queso. 
A veces salía tarde de la facultad y me llamaba para dormir en casa, que quedaba a dos cuadras. Boni el bonito llegaba y yo le sacaba la cama corrediza de mi cuarto. Él, vestido como estaba, se acostaba y entonces yo iba a lavarme los dientes, o a tomar agua, algo que llevaba segundos, pero cuando volvía Boni el bonito dormía profundamente.
Un sábado lo invitamos a jugar al fútbol y Boni el bonito aceptó, aunque yo supe que no tenía ganas. Durante el partido sólo se dedicó a pasar la pelota para los costados, solo que ahora ya no había curas comentando. Ni maestros, ni rojo, ni azul, ni verde ni amarillo.
 
