miércoles, 16 de febrero de 2011

Algo sobre alfajores...



Me considero enfermo de los alfajores, y es por eso que me creo en condiciones de hablar sobre ellos, de juzgarlos, de maltratarlos, de amarlos, de llorarlos. Sí, he llorado por un alfajor. Pero aquí va, un breve resumen alfajorístico donde seguro se me escape alguno, no por falta de memoria sino porque se trata de hablar de los más relevantes.

Si hicieramos una encuesta (y no descarto hacerla en este blog) sobre cuál es el alfajor de todos los tiempos, el Havanna no entraría por la simple razón de que atentaría contra la competencia. Alfajor es sinónimo de Havanna, no hay otro igual ni parecido. Todo en él es perfecto, su papel (tantas veces copiado), su dulce de leche, su superficie rugosa, sus duros pero no tan duros bordes, la consistencia del chocolate, de la masa, todo es como debe ser, ni un poco más ni un poco menos.

Con los Terrabusi me pasa algo parecido a lo que me sucede con varias hermanas de mis amigos: en la Primaria me volvían loco, aunque ahora, más maduro, me doy cuenta de que no son gran cosa. De todas maneras, algo raro hubo, no me sorprendería que hayan cambiado la fórmula o los ingredientes. Hoy poy hoy, el Terrabusi es un alfajor seco con más gusto a conservante que a chocolate.

El Jorgito es el alfajor del pueblo. Es, sin dudas, un alfajor peronista. Y como buen peronista, el Jorgito no traiciona. Su sabor jamás cambió, pero tampoco cambió su envoltorio ni su color cobre ni su logotipo, nada. Fiel a su estilo, el Jorgito es ese cinco aguerrido que se te tira a los pies, que ya está entrado en pirulos pero que igual te corre toda la cancha los noventa minutos, y la gente lo aplaude porque lo respeta, al Jorgito se lo respeta. Su hermano, el Jorgelin, juega por la banda derecha y siempre hace una de más. Es que sí (y aquí varios amigos dejarán de ser amigos), el alfajor triple es un abuso.

Si tuviera que elegir entre un Jorgito y un Havanna, creo que no podría. Es como que te pongan en frente un lindo y curvoso gato y al lado una mina fina, uno noventa, rubia, delicada, y tengas que elegir. Silveyra elegiría el Jorgito toda la vida.

Parece que hoy en día, y esto me lo han contado, si a un niño le acercan un Jorgito lo tira y reclama un Cachafaz. No quisiera ser la madre de ese niño si quien escribe llegara a presenciar esa escena.

Al Jorgito se lo respeta.

Y no pienso hablar del Cachafaz, alfajor cagón y mala leche. Por trucho, por malintencionado y por toda la gente, muchísima, que me ha discutido que el Cachafaz supera al Havanna, no voy a gastar más palabras en ese pedazo de mierda redonda.

Tardé un buen tiempo en decidir si incluir o no al Bon o Bon en estos párrafos, pero lo voy a hacer. El (alfajor) Bon o Bon, tal vez debido a su particular sabor, es un alfajor para pocos. Además, le saca varios centavos de diferencia a sus colegas. Pero es un alfajor serio, a pesar de la ausencia de dulce de leche.

Qué decir del Milka. Para empezar, hay que aclarar que hay dos versiones, Milka Dulce de Leche y Milka Mousse. El Milka Dulce de Leche es tal vez el alfajor más rico que probé después del Havanna. Blando, bien blando y con mucho dulce de leche. Pero ya no se hacen más, sospecho, los he buscado por todo Buenos Aires sin éxito. El Mousse es el preferido de muchos, pero a mí no me dice mucho. No niego que sea rico, el problema es que es aburrido. El Milka Mousse cansa, uno como ese alfajor y tiene que esperar al mes siguiente para que le den ganas de otro igual.

Uno que apareció hace poco es el Aguila. Es muy bueno, sobre todo la versión de Minitorta, que además de una generosa capa de dulce de leche viene con otra de merengue. El Aguila es mi alfajor actual, el de los recreos de la facultad.

El Cabsha logra algo imposible: que el chocolate sea ácido. Lo mismo ocurre con el Guaymallen, una porquería lisa y llana, aunque a éste le tengo mucho más odio, tal vez porque me persiguió toda la infancia. El Fantoche entra en ese grupo de alfajores olvidables, aunque a su favor hay que reconocer que traía bastante dulce de leche. El Shot, innombrable.

El Blanco y Negro existió toda la vida. Era un alfajor sólido, con personalidad, daba gusto comerlo, sobre todo el blanco. Arriba traía una capa de pedacitos de nuez, un detalle que los volvía únicos. Además, el papel era muy lindo y original. Pero un buen día, allá por el 2000, desapareció, y pasaron varios años hasta que me enteré por medio de la tele de que habían vuelto. Salí disparado al kiosco, pedí dos, uno blanco y uno negro. Habían cambiado el papel, primera frustración. Casi abro el primero en la calle pero decidí que mejor no, mejor disfrutarlo cómodo en el sillón del living. Sillón del living, abro el blanco. A la capa de nuez la había agarrado el corralito, ahora eran cinco o seis miguitas desparramadas al voleo sobre la superficie. Pero igual probé. Segunda frustración.

Fue como masticar una vela. Hijos de mil putas, jugar así con la infancia de la gente. El segundo ni lo comí.